



sobre ellos dibujos de oro molido, forzosamente tenían en mente la imagen de alguna
habitación tenebrosa y el efecto que pretendían estaba pensado para una iluminación
rala; si utilizaban dorados con profusión, se puede presumir que tenían en cuenta la
forma en que destacarían de la oscuridad ambiente y la medida en que reflejarían la luz
de las lámparas. Porque una laca decorada con oro molido no está hecha para ser vista
de una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en algún lugar oscuro, en
medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle, de tal manera
que la mayor parte de su suntuoso decorado, constantemente oculto en la sombra,
suscita resonancias inexpresables.
Además, cuando está colocada en algún lugar oscuro, la brillantez de su radiante
superficie refleja la agitación de la llama de la luminaria, desvelando así la menor
corriente de aire que atraviese de vez en cuando la más tranquila habitación, e incita
discretamente al hombre a la ensoñación. Si no estuviesen los objetos de laca en un
espacio umbrío, ese mundo de sueños de incierta claridad que segregan las velas o las
lámparas de aceite, ese latido de la noche que son los parpadeos de la llama perderían
seguramente buena parte de su fascinación. Los rayos de luz, como delgados hilos de
agua que corren sobre las esteras para formar una superficie estancada, son captados
uno aquí, otro allá, y luego se propagan, tenues, inciertos y centelleantes, tejiendo sobre
la trama de la noche un damasco hecho con dibujos dorados.
Junichirò Tanizaki (1886-1965)